sábado, 24 de agosto de 2013

Por la búsqueda...



Con los ojos cerrados, tumbada en la cama, intentando respirar lo más lentamente posible para que el olor a sudor impregnado en cada poro de su piel no atravesará mi pituitaria y las arcadas se exteriorizarán, recibiendo una bofetada o insultos. 

Intentaba con todas mis fuerzas, alejar mi mente de aquel lugar, mi cuerpo estaba clavado entre sus brazos, con esas manos sucias, con las uñas largas y negras, sus piernas ásperas y llenas de heridas que al rozar mi piel me hacía estremecer de náuseas, con su lengua intentando colarse en mi boca, con ese aliento a bicho muerto... Apretaba tan fuerte la dentadura que los dientes me dolían, mis labios sellados, y mi cara llena de lamidos de esa baba que deseaba que fuera somnífera para quedarme dormida o inconsciente. 

Mis piernas abiertas, sintiendo cada empujón de su miembro en mi intimidad, ese roce continuo, me dejaba inmóvil, solo mi mente era capaz de viajar en el tiempo, a un lugar donde pastaba el ganado, con árboles al fondo,  y nuestra casa al lado izquierdo del monte, donde mi hermano y yo jugábamos de pequeño mientras mis padres se preparaban para recoger la cosecha, ese lugar mágico lleno de inocencia, de diversión y de felicidad. 

El tiempo se había parado en la alcoba, se detuvo, igual que deseaba que se detuviera mi corazón, sangrando de dolor, de humillación, de odio… Odio hacia él, hacia la persona que tendría que aguantar el resto de mis días, si no me quitaba la vida antes, en definitiva, de mi marido, de ese hombre repugnante que mi padre había decidido para mí, a cambio de dejarle moler el trigo en su molino… 

Era mi noche de boda, la celebración había tenido lugar en el ocaso, pocos invitados por mi parte y muchos por parte de él, era un señor feudal, el Señor de Sauceda, una persona influyente en la villa, un hombre caprichoso, según decía sus criados, e incluso su propio padre, indigno y malévolo  por ser despiadado, egoísta,  cruel, y orgulloso. 

Ese hombre que se acercó un día a las tierras de su padre, cuando yo solo tenía diez años, y se quedo maravillado de mi belleza: ojos negros grandes y brillantes, piel tostada, cabellos oscuros y cintura estrecha. Y pidió a su padre que intercediera para acordar nuestro matrimonio, ese día quede prisionera de mi propio futuro. 

Sus constantes gemidos, su corazón acelerado y su respiración entrecortada me hicieron regresar de mi lugar mágico… Era virgen, como se esperaba de toda buena doncella, y si el sexo era aquello, quería renunciar a ese acto para siempre, pero recordé las palabras de mi madre la anoche anterior: - hija mía, debes cumplir las órdenes de tu marido, debes hacer que sea feliz, debes dejarle entrar en ti todas las veces que él lo desee. 

Así, que volví a apretar la dentadura con más fuerza, respire profundamente, cuando note que me grito al oído, y se derrumbo al otro lado de la cama, me sentí redimida, sucia y triste pero redimida. 

Se quedó dormido al instante, di gracias a Dios por ello, ya que al menos pude sollozar tranquila sin que tuviera que reprenderme.


Entre llantos, me quede dormida, lo comprobé, al despertarme  un rayo de sol que penetraba por la ventana, antes de abrir los ojos, me detuve un instante, con la piel erizada, me giré muy despacio, y comprobé que la persona que dormí al lado era mi hermano… Había sido un mal sueño, una pesadilla horrible, gritaba de alegría, saltaba en la cama  mientras mi hermano no sabía que me ocurría.


Salí corriendo al cobertizo, y mi padre estaba hablando con el Señor de Sauceda, vi como se daban las manos y acordaban la fecha del matrimonio, cuando cumpla los trece años, será el gran día.


Me giré rápidamente, recogí mi muñeca de trapo, mi otra muda y corrí tanto como pude, me marche de aquel lugar, dejando atrás a mis padres, mi hermano, mi casa, mi lugar mágico de juego, pero al menos dentro de mí rugía la palabra LIBERTAD.

miércoles, 7 de agosto de 2013

Las "cagadas" de los hijos



(Ring ring ring ring)

-         - ¡Hola nena!

-         - Mamá, puedes venir a Copeta

-         - Hija, ¿Qué pasa?, ¿Estás bien?,  con voz entrecortado.

-         - Mamá, estoy bien, solo que necesito que te pases por Claire.

-        -  Me estás asustando, ¿Estás bien?

-         - Sí, mamá. Sabes, ¿Dónde está la tienda? Aquí te espero, no tardes, por favor...

-         - Salgo ya. Pero ¿Estás bien?



Pipipipipipipipipi……………………………………………………





Busca el bolso desesperada, se pone algo de ropa encima, y sale corriendo a todo lo que da, mil cosas se le pasan por la cabeza, y seguramente, ninguna es la razón por la cual la llama su hija. 


El camino a la tienda se le hace eterno, las piernas ya no pueden ir más rápido, teme caerse y no saber si podrá levantarse, el corazón se acelera por segundos, le cuesta respirar y suspira, tan fuerte, al descubrir que una chica que pasaba a su lado, se gira bruscamente para  mirarla. 


A lo lejos, divisa la tienda, una tienda de “cosas de chicas”: pendientes, bolsos, horquillas, colgantes, etc. Las piernas tiemblan como la gelatina, agarra el bolso con fuerza, que va colgado de su hombro derecho, y entra, sin saber qué sucede dentro. 


Nada más entrar, descubre a su hija con sus amigas y a cuatro policías al fondo de la tienda. Su hija con los ojos brillantes, sin lágrimas en su cara, pero con los ojos a punto de derramar lloros… Algo pasa por su cabeza, es una idea horrible, no puede ser cierta, su niña, su princesa, su ojito derecho, su bebé (que ya no lo es tanto). Los pasos de la puerta al fondo de la tienda, es un largo túnel donde no ve el final, al llegar, se acerca el policía y le dice:

-        -   ¿Es usted la madre de Atenea?

-         -  Sí, soy yo. ¿Qué sucede?

-         -  Nos han avisado las dependientas de la tienda que estas chicas han intentado robar pendientes. 


-          En ese preciso momento, nota una jarra de agua fría cayendo por su cabeza, como el agua se va deslizando  por su cuerpo, y va reaccionando poco a poco, nota vergüenza, pudor, ganas de gritar, golpear algo, y ¿Por qué no? De pegarle un guantazo enorme en la cara a su hija. Se aguanta por no montar (aún más si cabe)  el espectáculo. Con voz enfadada y de tierra trágame, (descubre que esta frase le gustaría que fuera literal y sucedería de verdad) dice:

-           - ¿Eso es verdad?

-        -   Lo siento, mama, lo siento de verdad, ha sido una estupidez, ha sido la mayor estupidez que he hecho en mi vida… Perdóname, por favor.

-          ¿Tú has visto eso alguna vez en casa?, No entiendo ¿Por qué lo has he  hecho?…¡¡ Tienes de todo en casa!!, estamos papa y yo, trabajando duro para que puedas permitirte caprichos… Y mira como nos lo pagas…

-        -   Lo siento, de verdad.





Después de la disputa madre e hija, la Policía interviene diciendo que en  este caso, no se considera un delito, solo una falta, el precio total del robo asciende a seis euros, se pondrá una multa, si las dependientas lo estiman oportuno… En ese preciso instante, la madre gira la cabeza, implorando el perdón con cada poro de su cuerpo:

-       -   Lo siento, no volverá a pasar, de eso me aseguraré yo que no vuelva a pasar.

-         - Eso esperamos nosotras también, de todas formas, es mejor que no regresen por la tienda.

-         - Muchas gracias, gracias por todo. 


-          Pide disculpa diez veces al menos a cada dependienta, y mira con ojos llenos de rabia, y sobre todo, de decepción. Esa sensación que esto no le puede estar pasando.

Se despide de los agentes, salen de la tienda, sin mirarse, sin apenas cruzarse palabra, sin mover ni un solo músculo en dirección a su niña, o a lo  que se  haya convertido en esa tarde. 


Llegan a casa, Atenea siente el silencio en su piel, la mudez de su madre es más dura que palabras de enfado. Nada más entrar, pide disculpa de nuevo, y a la madre, solo le sale decir:

-       -   Necesito tiempo para pensar, creo que no es buen momento para charlar, vete a tu cuarto. Piensa muy bien lo que has hecho, y respóndete, el por qué, cuántas veces lo has hecho, y si crees que es lo correcto.



Al ver alejarse a su hija por el pasillo de casa, a su princesa, arranca a llorar con una frase que le ronda la cabeza desde que salió de la tienda, que la aturde, que la ahoga, que no encuentra respuesta pero sabe seguro que existe… ¿En qué me he equivocado con ella? 


He intentado  darle la vida que yo no he tenido, no he querido que trabaje, que se dedique a sus estudios, que sea honrada y buena persona, he intentado inculcarle buenos valores… Y recibo a cambio, una torta tan grande que dejará una huella imborrable. 


Mientras tanto, la hija en la habitación llora desconsoladamente,  y si algo sabe seguro de todo eso, es que su madre siempre, siempre está al pie de cañón, nunca la abandona, ni en los malos momentos, y el miedo a que nada vuelva a ser igual entre ellas, hace que el corazón se encoja de dolor… Aprendí la lección, a base del dolor de mi madre… Lo siento mamá, aunque no la oye, se lo dice una y otra vez para ella misma, Lo siento mamá, Lo siento mamá…



Por todos los errores que cometemos los hijos, sin tener cabeza, sin pensar en ello, sin pararnos a analizar… Lo siento.