Con
los ojos cerrados, tumbada en la cama, intentando respirar lo más lentamente
posible para que el olor a sudor impregnado en cada poro de su piel no
atravesará mi pituitaria y las arcadas se exteriorizarán, recibiendo una
bofetada o insultos.
Intentaba
con todas mis fuerzas, alejar mi mente de aquel lugar, mi cuerpo estaba clavado
entre sus brazos, con esas manos sucias, con las uñas largas y negras, sus
piernas ásperas y llenas de heridas que al rozar mi piel me hacía estremecer de
náuseas, con su lengua intentando colarse en mi boca, con ese aliento a bicho
muerto... Apretaba tan fuerte la dentadura que los dientes me dolían, mis
labios sellados, y mi cara llena de lamidos de esa baba que deseaba que fuera somnífera
para quedarme dormida o inconsciente.
Mis
piernas abiertas, sintiendo cada empujón de su miembro en mi intimidad, ese
roce continuo, me dejaba inmóvil, solo mi mente era capaz de viajar en el tiempo,
a un lugar donde pastaba el ganado, con árboles al fondo, y nuestra casa al lado izquierdo del monte, donde
mi hermano y yo jugábamos de pequeño mientras mis padres se preparaban para
recoger la cosecha, ese lugar mágico lleno de inocencia, de diversión y de
felicidad.
El
tiempo se había parado en la alcoba, se detuvo, igual que deseaba que se
detuviera mi corazón, sangrando de dolor, de humillación, de odio… Odio hacia
él, hacia la persona que tendría que aguantar el resto de mis días, si no me quitaba
la vida antes, en definitiva, de mi marido, de ese hombre repugnante que mi
padre había decidido para mí, a cambio de dejarle moler el trigo en su molino…
Era
mi noche de boda, la celebración había tenido lugar en el ocaso, pocos
invitados por mi parte y muchos por parte de él, era un señor feudal, el Señor
de Sauceda, una persona influyente en la villa, un hombre caprichoso, según
decía sus criados, e incluso su propio padre, indigno y malévolo por ser despiadado, egoísta, cruel, y orgulloso.
Ese
hombre que se acercó un día a las tierras de su padre, cuando yo solo tenía
diez años, y se quedo maravillado de mi belleza: ojos negros grandes y
brillantes, piel tostada, cabellos oscuros y cintura estrecha. Y pidió a su
padre que intercediera para acordar nuestro matrimonio, ese día quede
prisionera de mi propio futuro.
Sus
constantes gemidos, su corazón acelerado y su respiración entrecortada me
hicieron regresar de mi lugar mágico… Era virgen, como se esperaba de toda buena
doncella, y si el sexo era aquello, quería renunciar a ese acto para siempre,
pero recordé las palabras de mi madre la anoche anterior: - hija mía, debes
cumplir las órdenes de tu marido, debes hacer que sea feliz, debes dejarle
entrar en ti todas las veces que él lo desee.
Así,
que volví a apretar la dentadura con más fuerza, respire profundamente, cuando
note que me grito al oído, y se derrumbo al otro lado de la cama, me sentí
redimida, sucia y triste pero redimida.
Se
quedó dormido al instante, di gracias a Dios por ello, ya que al menos pude sollozar
tranquila sin que tuviera que reprenderme.
Entre
llantos, me quede dormida, lo comprobé, al despertarme un rayo de sol que penetraba por la ventana,
antes de abrir los ojos, me detuve un instante, con la piel erizada, me giré
muy despacio, y comprobé que la persona que dormí al lado era mi hermano… Había
sido un mal sueño, una pesadilla horrible, gritaba de alegría, saltaba en la
cama mientras mi hermano no sabía que me
ocurría.
Salí
corriendo al cobertizo, y mi padre estaba hablando con el Señor de Sauceda, vi
como se daban las manos y acordaban la fecha del matrimonio, cuando cumpla los
trece años, será el gran día.
Me
giré rápidamente, recogí mi muñeca de trapo, mi otra muda y corrí tanto como
pude, me marche de aquel lugar, dejando atrás a mis padres, mi hermano, mi
casa, mi lugar mágico de juego, pero al menos dentro de mí rugía la palabra
LIBERTAD.